Читать онлайн «Cuentos de amor, de locura y de muerte»

Автор Орасио Кирога

Horacio Quiroga

INDICE

UNA ESTACION DE AMOR

Verano

I

II

III

Otoño

Invierno

LOS OJOS SOMBRIOS

EL SOLITARIO

LA MUERTE DE ISOLDA

EL INFIERNO ARTIFICIAL

LA GALLINA DEGOLLADA

LOS BUQUES SUICIDANTES

EL ALMOHADON DE PLUMA

EL PERRO RABIOSO

A LA DERIVA

LA INSOLACION

EL ALAMBRE DE PUA

LOS MENSÚ

YAGUAÍ

LOS PESCADORES DE VIGAS

LA MIEL SILVESTRE

NUESTRO PRIMER CIGARRO

LA MENINGITIS Y SU SOMBRA

Horacio Quiroga

Cuentos de Amor de Locura y de Muerte

INDICE

Una estación de amor Los ojos sombríos El solitario La muerte de Isolda El infierno artificial La gallina degollada Los buques suicidantes El almohadón de pluma El perro rabioso A la deriva La insolación El alambre de púa Los Mensú Yaguaí Los pescadores de vigas La miel silvestre Nuestro primer cigarro La meningitis y su sombra

UNA ESTACION DE AMOR

Primavera

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus compañeros:

– ¿Quién es? No parece fea.

– ¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece…

Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.

– ¡Qué encanto!-murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al almohadón del surrey.

Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.

Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fué, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.

– ¿Quiénes son?-preguntó Nébel en voz baja.

– El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica… Es cuñada del doctor.

Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial condescencia.

Este fué el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia. Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.